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La Chanson de Serge

Heme aquí, de nuevo, gastadas las suelas, cansado y hambriento.
Caminé mucho, sin acierto. El viento frío abrazaba mi cuerpo, se insinuaba en mi pecho, pero no pudo templar mi corazón abierto.

Sobre las aceras tristes, ya casi vacías, y en la orilla del lago que aún unos cuantos visitan, vi muchas hojas muertas en mi travesía. Se acumulaban como recuerdos, qué elegantes lucían. Con ellas, el viento trazaba senderos, y ellas, ligeras, danzaban su dulce canción de otros tiempos.

Entre la hojarasca unas migajas de pan escondí con recelo. Diminutas para los paseantes, invisibles para sus perros, pero evidentes al ojo certero de quien reconoce palabras de amor en ciertos versos, o un girasol plantado en el cielo.
Habría que encontrar esas migajas y seguir su rastro, con esmero, como hermanitos del cuento que anhelan el regreso. A la dulce morada, al cálido fuego, al lecho materno.

Y si el aciago destino quisiera que las hallen, hambrientos los perros, o que las pisen sus tontos dueños, en verdad mis migajas no serían necesarias, si aún se supiera cómo volver del destierro.
También serían vanas si voluntariamente se quemara el mapa, o si, queriendo, se olvidara el camino a casa. Serían migajas tontas, que no valen nada.

En ese caso habría que salir de nuevo, caminar al lago, sentarme en silencio.
Y esperar. Que el frío del otoño entre en mi pecho, que me traiga la nada, que se lleve el recuerdo, mientras danzan, sobre la acera, las hojas muertas y el viento.

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